jueves, 17 de enero de 2013

El explorador Fawcett y los fantasmas en Bolivia


P. H. Fawcett, fue un extraordinario explorador inglés, que acabó despareciendo en las selvas de Matto Grosso, en 1925, junto con su hijo y un amigo de éste, buscando las minas de Muribeca . Por suerte, nos dejó escrito un libro, llamado "Exploración", en el que nos cuenta cuales fueron sus vivencias en Sudamérica y el resultado de sus expediciones. Como explorador, Fawcett es bien conocido, sin embargo, en uno de los momentos de su escrito, nos relata un suceso extraordinario de la que él fue protagonista. Ocurrió a principios del año 1913, en un pueblo boliviano llamado Santa Cruz de la Sierra, en las proximidades del Río Mamoré. Pero veamos qué es lo que nos cuenta:

"Todd estaba muy enfermo, y antes que pudiésemos avanzar hacia el este, era necesario regresar a La Paz y tomarle pasaje para su patria. Decidimos permanecer en la ciudad durante un mes para reponernos y recuperarnos para el arduo viaje a Cochabamba, y en lugar de detenernos en el hotel, que era bueno, pero demasiado bullicioso debido a los borrachos, arrendé una casa por una suma irrisoria. Santa Cruz no era un lugar especialmente interesante para permanecer en él. Las calles eran de arena, por lo que en tiempo lluvioso se formaban una serie de charcos que se cruzaban por medio de piedras bastante inseguras (...)

Como el resto del grupo prefirió ir al hotel, antes que a la casa, me alegré de la oportunidad de poner al día todo el trabajo geográfico. Un arriero cesante se ofreció para cocinar; Así él actuaba en las dependencias de atrás, en tanto que yo colgué mi hamaca en la gran pieza delantera. El amoblado consistía en una mesa, dos sillas, un estante para libros y una lámpara. No había catre, pero esto no me preocupó, pues en las casas de estos lugares siempre se encontraban ganchos para colgar la hamaca.


La primera noche aseguré las puertas y ventanas de madera, y el arriero salió al fondo, a su cuarto. Me subí a mi hamaca y me acomodé para disfrutar de un confortable descanso. Yacía quieto después de apagar la luz, esperando que llegase el sueño, cuando sentí algo que frotaba el suelo. "¡Culebras!", pensé, y rápidamente encendí la lámpara. No había nada, y creí que habría sido el arriero que se movía al otro lado de la puerta. En cuanto hube apagado otra vez la luz, se reanudó de nuevo el mismo ruido, y un ave cruzó la pieza graznando bulliciosamente. Volví a encender la luz, extrañado de que pudiese haber entrado un pájaro, y otra vez no encontré nada. Al momento de apagar la luz por segunda vez sentí un arrastrar de pies sobre el piso, como de un anciano lisiado que avanzase trabajosamente en zapatillas de paño. Esto fue demasiado. Encendí la lámpara y la dejé así.

A la mañana siguiente se presentó el arriero, con cara asustada.

-Lamento tener que abandonarle, señor –dijo-. No puedo seguir aquí.

-¿Por qué no? ¿qué sucede?

-Hay bultos (fantasmas) en esta casa, señor. Esto no me agrada.

-disparates, hombre –dije, en son de mofa-. No hay nada. Si usted no quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas para acá. Hay espacio de más para dos.

-Muy bien, señor. Si me deja dormir aquí, me quedaré.

Aquella noche, el arriero se envolvió en su manta y se acostó en un rincón, y yo, trepándome a mi hamaca, apagué la luz. En cuanto estuvimos a oscuras, se sintió el ruido de un libro que era lanzado a través de la pieza, acompañado del revoloteo de sus hojas. Pareció estrellarse contra la pared, encima de mí; pero al encender la luz no vi nada, excepto al arriero enterrado en sus mantas. Apagué la luz y el "pájaro" volvió, seguido del "anciano en zapatillas". Después de esto dejé la luz encendida y cesaron los fantasmas.

En la tercera noche, la oscuridad fue saludada con fuertes golpes secos en la pared, y, después de esto, con un estallido de muebles. Encendí la lámpara, y, como de costumbre, no había nada que ver. Pero el arriero se levantó, abrió la puerta, y sin decir una palabra, huyó en la oscuridad de la noche. Cerré, aseguré la puerta de nuevo y me acosté, pero en cuanto hube apagado la luz, pareció que se levantaba la mesa y que era arrojada con gran violencia sobre el suelo de ladrillos, mientras volaban varios libros por el aire. Cuando encendí, nada se veía alterado. Después volvió el ave y a continuación el anciano, que entró acompañado del ruido de una puerta que se abría. Mi sistema nervioso estaba en excelentes condiciones, pero de todas maneras, esto era más de lo que podía soportar, por lo que al día siguiente abandoné la casa, para trasladarme al hotel. ¡Por lo menos los bulliciosos borrachos eran humanos!

Haciendo las averiguaciones respecto a la casa, supe que nadie quería vivir en ella por su pésima reputación. El bulto tenía la fama de ser el fantasma de alguno que había ocultado plata en las habitaciones, un tesoro que nadie antes había tenido la temeridad de buscar."

Pero Fawcett, continua:

"Mi aparecido, aunque ruidoso, era a mi entender, menos desalentador que el objeto que frecuentaba otra casa muy conocida de la ciudad, por lo menos para uno no versado en las costumbres de los espectros. Aquí se decía que el fantasma se inclinaba sobre cualquiera que estuviese acostado en una determinada habitación, para agarrar la víctima con una mano huesuda y soplarle un aliento fétido en el rostro. Varios ocupantes de esa casa se habían vuelto locos y ahora el lugar estaba abandonado."

Esta historia la podrán encontrar en el libro "A Través de la Selva Amazónica" de la editorial Zig-zag.

No hay comentarios:

Publicar un comentario