Hace un siglo aproximadamente, John Davies, un joven labrador inglés, fue condenado a la horca por un tribunal galo, por haber atacado y desvalijado a dos hombres en una carretera cerca de Montgomery.
Davies se defendió de la acusación aduciendo que el atacado había sido él y que los hombres en cuestión le habían dado una paliza antes de llevarlo a la cuidad y denunciarlo por un delito que no había cometido.
No existían testigos de la trifulca y los dos querellantes no tenían precisamente una buena reputación. Mas también es cierto que John Davies no estaba bien visto por los galos.
Cuando Davies fue llevado al cadalso, lanzó a todos los presentes una protesta que heló la sangre a todos los que lo oyeron:
-Soy inocente y muero rogando a Dios que pruebe mi inocencia no dejando crecer jamás la hierba sobre mi tumba.
El ajusticiado fue enterrado en un apartado rincón del cementerio de Montgomery.
El cementerio era un lugar recubierto en su totalidad de resistente hierba, pero pronto se comprobó que la tumba de Davies era diferente a la de las demás. En su sitio, sólo se veía un rectángulo de tierra desnuda, sin una brizna de hierba.
Pronto corrió el rumor entre los habitantes de la población y muchos eran los que se desplazaban hasta el cementerio para ver la misteriosa tumba. La municipalidad, enfurecida con este hecho, ordenó recubrir la tumba de césped. Pero éste amarilleó muy pronto, y al poco murió completamente seco. Entonces se hizo remover la tierra y volver a sembrar el césped, pero de nuevo las raíces murieron a los pocos días.
Más de treinta años después de la muerte de John Davies, para permitir el ensanche de una calle y el trazado de otra, todo el cementerio se rehizo. Se alzó el suelo unos sesenta centímetros y para ello fue necesario remover la tierra. El lugar cambió por completo. El suelo fue enarenado y reconstruido y gracias a la pericia de los jardineros, que sembraron granos de hierba, la zona se convirtió en un soberbio césped en pocas semanas, sin nada que ver con el anterior y tétrico cementerio. Sólo una cosa lo hacía reconocible. El oscuro y yermo rectángulo de tierra donde fuera enterrado el ajusticiado John Davies.
Jardineros y expertos examinaron el terreno. Se cambió la tierra, se pusieron abonos, se sembraron céspedes nuevos e incluso se plantó un rosal. Pero todo fue en vano. En la tumba de Davies nada en absoluto era capaz de crecer.
La municipalidad, impotente ante este misterio, decidió que fuera la propia naturaleza quien obrara a su antojo. No obstante, para que el misterioso rectángulo no pareciera tan extraño, se colocó una cerca de su alrededor.
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