He aquí una historia procedente de un anónimo, publicado por el especialista en temas paranormales, Ricardo Blasco, en su libro “El Poder Oculto de la Mente Humana”. Veamos qué nos dice:
“El soldado José se hallaba en su pueblecito situado a 20 kilómetros de la primera línea de fuego, en las estribaciones de Sierra Trapera. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de un antiguo amigo de la infancia y compañero de estudios. A través de los años habían llegado a ser como dos hermanos.
José se sentó en el portal de la vieja casa extremeña. En aquel vespero la población estaba sumida en una serenidad bucólica, apacible. A lo lejos se oía quedo el rumor del frente como una tormenta lejana apenas audible. El rústico campanario –enmudecido hacía tiempo- había perdido su sombra mañanera. La imagen de su amigo tomó forma en su pensamiento y por unos instantes le vio frente a él con aquella sonrisa triste en los labios y una mirada extraña en sus grandes ojos.
-Cuídate –le susurró junto al oído al darle el abrazo de despedida-. Tú te quedas aquí... yo me voy allá... Sé que volverás a casa. Yo... yo estaré siempre junto a ti... Siempre.
De repente el rugido de los motores quebrando la paz del cielo conmovió toda la serranía. El pueblecito tembló hasta los cimientos y las pocas personas que habían permanecido en sus hogares se estremecieron de pavor. Apenas si quedaron algunas casas en pie. El campanario dejó escapar el quejido débil de unas vibraciones involuntarias. Al hacerse de nuevo la paz, José abandonó su refugio. Miró desolado a su alrededor. Sus compañeros comenzaron a surgir por todas partes, entre los informes montones de cascotes y la gran polvareda mezclándose con el humo denso que surgía del depósito de gasolina. Por todas partes corría la escasa población, mientras algunos soldados trataban de socorrer a los heridos.
De pronto, ante él, surgió la alta silueta de su amigo.
-¡Juan! ¿De dónde sales? –preguntóle incrédulo tratando de estrecharlo entre sus brazos.
-No te acerques –rechazóle su amigo, en cuyos ojos brillaba una extraña luz preñada de infinita tristeza-. ¿Qué te parece esto? ¿Es así como hemos de entendernos? ¿Hasta dónde vais a llegar los humanos?
-¿Los humanos? –preguntó José viendo cómo la alta silueta de su amigo semejaba alargarse y casi diluirse para volver a tomar la primera apariencia física.
-Sí. Yo ya no soy de los vuestros. Pertenezco a otro mundo.
-O tú estás loco o yo estoy borracho –replicó José sin poder disimular su asombro que, poco a poco, se iba transformando en un indefinible sentimiento medroso.
-Hace un instante que he muerto. De un balazo. ¡Mira!
José se estremeció. A la altura de la sien, quebrando la extraña palidez de aquel rostro, se apreciaba un negro orificio del que manaba un delgado hilo de sangre.
-¡No es posible!
-Lo es. Apenas si me he dado cuenta. En aquel instante tú estabas a mi lado. Habíamos vuelto los dos al momento en que nos despedimos. Se puede decir que he muerto entre tus brazos... Ahora me quedaré toda la noche junto a cerro...
-¡No es verdad! ¡Tú no puedes estar muerto!
-Mañana al amanecer... Tienes que venir a recogerme –Prosiguió la aparición-. Han de ser tus manos las que me entierren...
José oyó el llanto de un niño. Algunas sombras se deslizaban por el destrozado pueblecito, corriendo, apagando el fuego, escarbando entre los escombros, sin reparar en ellos. Por unos instantes creyó estaba sumido en una cruel pesadilla. Dio unos pasos hacia delante.
-No te acerques –rechazó de nuevo la aparición.-. Ahora no debes tocarme. Allá en el cerro...
José, cada vez más atónito y dolorido, sumido en un caos de encontrados sentimientos, vio cómo se desvanecía la aparición. El corazón le iba aprisa y en las sienes se agolpaban frenéticas palpitaciones.
Al rayar el alba se hallaba de rodillas ante el cuerpo de Juan bañado por el rocío.
A los lejos oía el tronar de los cañones y el apagado pespunteo de las ametralladoras”.
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