sábado, 2 de febrero de 2013

La dama de blanco

Un miembro de ésta redacción, escuchó una vez una historia de lo más singular, ocurrido en el pueblo en que vivía siendo niño. La anécdota, siempre había circulado por el lugar, y se hizo muy popular entre los habitantes, hasta el punto de que todos la conocían perfectamente, convirtiéndose con el tiempo en una tradición local. Nuestro compañero recuerda, aún hoy, como oía de labios de sus convecinos, esta historia tan extraña. No obstante, fue sólo al crecer, cuando decidió averiguar algo más sobre éste suceso, y decidió descubrir si se trataba de un hecho real o no. Su investigación no le llevó mucho tiempo pues de inmediato, su propia madre, le dio todas las pistas necesarias.

-Mama. ¿Recuerdas aquella rara historia que contabais tú y los vecinos, cuando yo era niño? –le preguntó nuestro amigo a su madre.

-¿Cuál, la de la dama blanca? –le preguntó ésta a su vez.

-Sí, esa misma.

-Claro que me acuerdo. ¿Qué quieres saber?

-Quisiera saber si ocurrió de verdad o no

-Pues claro que fue de verdad; de hecho, la niña todavía vive. Es la señora María, que vive unas calles más abajo.

Nuestro compañero se alegró de su rápido éxito, y sin vacilar acudió a la casa de aquella mujer con el propósito de preguntarle. La historia que le refirió, la pasamos a contar a continuación.

Nos encontramos en Picazo del Júcar, Cuenca (España), a mediados de los años veinte. La señora María, entonces una niña de no más de cinco años, recibe de su madre el encargo de ir a comprar el pan. La población en muy pequeña, apenas doscientos habitantes, y la distancia que separaba su casa de la panadería, era muy corta. No obstante esto, en la calle había caído una gran nevada y la niña, confundida por tal cantidad de nieve, se salió del camino y sin darse cuenta se metió en el monte que rodeaba la aldea, perdiéndose entre los árboles. Para entonces, comenzó de nuevo a caer nieve en mucha cantidad y la niña, con el frío metido en su pequeño cuerpo, se sintió desamparada y comenzó a llorar. Justo entonces, fue cuando apareció ante ella una mujer vestida íntegramente de blanco, que se acercó a su vera y la cubrió con su capa librándola del frío y de la nieve. La niña no sentía miedo en absoluto, muy al contrario, se encontraba protegida y a salvo. La misteriosa mujer se mantuvo así hasta que la nevada cesó. Después, con un indicativo de su mano, le señaló a la niña el camino que debía tomar para regresar a su casa.

Para entonces, los familiares de la muchachita, (que habían salido en su búsqueda horas antes, pero que no pudieron localizarla debido a que la nieve había cubierto la huella de sus pisadas), se encontraron con ella, volviendo por el camino principal del pueblo. Sus ropas estaban completamente secas y cuando le preguntaron dónde se había metido, ella respondió que la Virgen la había protegido.

En este caso, existen muchos interrogantes que lo convierten, ciertamente, en un hecho insólito. Muchos podrían pensar que alguna mujer, vecina del pueblo, podía haber sido la misteriosa mujer que protegió a la niña. Sin embargo, ¿no sería más sensato devolverla a su casa que taparla de la nieve con una capa? Según contó la testigo a nuestro compañero, el bosque en el que se perdió se encontraba a pocos pasos de la aldea.

A la pregunta del investigador, de cuánto tiempo pasó al abrigo de aquella mujer, la testigo aseguró que más de media hora. Demasiado tiempo, pensamos nosotros, para que una señora normal se dedique a proteger a alguien en lugar de acompañarla a su casa.

La niña, hoy ya una anciana, recuerda perfectamente el suceso, y de cómo la mujer se mantuvo en silencio todo el rato, sin que en ningún momento dijera una sola palabra. Tanto sus ropas como su piel eran blancas como la misma nieve e infundía una paz y una confianza imposible de conseguir en una persona normal.

Para la testigo, aquella extraña mujer, no podía ser otra que la Virgen María (recordemos que los años veinte era una época más religiosa que hoy), y se sonríe agradablemente recordando a la señora que le salvó la vida. Nadie en el pueblo, por supuesto, supo nada más de la benefactora, ni averiguó siquiera de dónde había salido.

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